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ISSN 1989-4163

NUMERO 93 - MAYO 2018

Ojos de Miel de Brezo II

(Llévame a tu infierno, que en el mío hace frío)

Javier Neila

La seducción comienza en los ojos, se recrea en los labios y se consuma en la imaginación. 

Creí haberlo visto todo en Marruecos, mi tierra natal, donde me crié y comencé mi  carrera militar...allí me descubrí a mí mismo, y a la vez lo que era la traición, la muerte y las puñaladas en la espalda, alguna vez hasta literalmente. También conocí a las niñas bien de balcón con abanico y suspiro entrecortado; y a las mujeres de lengua bífida, mordisco fácil y arañazo en la espalda, por las que instintivamente siempre opté y de las que aún conservo nostálgicas cicatrices. Pero aún empapado de lo peor de moros y cristianos, aprendí lo que era el honor, el deber, la lealtad y las reglas del juego de la vida, tan sencillas como universales.

Sin embargo nada de esto tenía que ver con la sangría llamada Guerra de Liberación en la que me encontraba inmerso y que no dejaba de sorprenderme; no sólo porque nos habíamos enconado en destruir lo que más queríamos, sino porque -además- descubrí enemigos en ambos lados de la línea de fuego, como también dentro y fuera de mí mismo.

A cambio y para compensar, en la sección de asalto que lidero y que es mi familia, todos tenemos un pasado -casi siempre terrible- que nos persigue incansable, por más que corramos. Y eso ha hecho que nos sintamos más cómodos, como en casa, entre asesinos, desertores y ladrones. Y es que todos huimos de algo. Precisamente por eso, los mejores soldados son aquellos que temen al pasado más que al futuro; eso les hace ir siempre hacia adelante.

Los meses de guerra en el frente de Extremadura y las privaciones vividas no habían hecho más que avivar el recuerdo de aquella mujer que apareció de la nada meses antes, cuando envuelta en un halo de misterio le salvó la vida al sargento Coto. Sus ojos de gitana de color de miel de brezo no se me iban de la cabeza, desde que nuestro camión salió aquella mañana de Palma del Río, un pueblo que siendo blanco y luminoso, lo dejamos enlutado y a oscuras, sembrado de cadáveres y clavado al suelo con puñales en forma de columnas de humo. Cuánta muerte dejamos atrás, y a la vez -en contrapunto- cuánta vida recordaba haber visto en sus ojos. Eros y Tánatos se fundían de nuevo en un beso macabro. Demasiado estiércol alrededor de esa espinada rosa roja. Una hembra en estado puro, espigada y fuerte, que apareció en el momento adecuado; cuando todo estaba en mi contra, mi vida andaba perdida y los sueños se me habían ido cayendo de las alforjas por el camino, para pudrirse en la cuneta del olvido. Pero a veces el diablo se pone de tu parte, y te cruza a una mujer para quien no estas preparado, aunque lleves toda la vida preparándote. Y entonces, vuelves a la vida.

No conocía su voz ni su nombre, sólo su porte y su gesto, bravo pero con destellos de languidez; como si lo que se esperase de ella fuese más fuerte que ella misma, y su vida estuviese perfilada desde siempre a intereses superiores, siguiendo un sendero elegido por otros desde el origen de los tiempos, sin negociación ni turno de réplica. Me recordaba a las madres espartanas que, contra natura, enviaban a sus hijos a la guerra exigiéndoles regresar con el escudo o sobre el escudo, pues sólo los cobardes volverían sin él. Y es que no sabemos lo fuertes que podemos llegar a ser, hasta que tenemos que serlo.

Laguillo conduce la camioneta. Silba, fuma y no para de hablar. Es un hombre encantador, de unos cincuenta años, bajo de estatura y con rasgos nórdicos y bellos. Fiel como un perro, duro como un toro, llevamos toda la guerra juntos.

-¿Está usted enamorado, mi teniente? ¿O es capricho?

-Déjame en paz, Laguillo. Anda...cállate un rato.

-El teniente esta enamoraoooo, el teniente está enamoraooooo- Canturrea.

Es noche cerrada cuando entramos en el pueblo. Sólo las cigarras acompañan al ronroneo del Opel Blitz de 68 caballos. Todo está en calma aunque es la feria del pueblo; el toque de queda hace que la gente se encierre en sus casas entre la medianoche y las siete de la mañana.  Pronto amanecerá y aunque estamos en mayo aún refresca la alborada y la rociada nos entumece los huesos. Una neblina baja rodea el camino y matiza el verde de los olivos pobremente alumbrados por los faros del camión. Entramos en la pensión en silencio y un somnoliento recepcionista nos saluda con un sonoro “Arriba España” fuera de lugar. Aunque normalmente Laguillo duerme en la cabina del camión, hoy le he dicho que suba y duerma el rato que queda en mi catre. Me conozco lo bastante bien para saber que hoy tampoco podré conciliar el sueño. Unas horas después ya estoy afeitado y ante el comandante de la plaza, que me da instrucciones de la misión que me ha traído a un pueblo al que llevo queriendo volver, desde hace casi nueve meses. Las órdenes son detener y trasladar a un vecino de la localidad hasta el Cuartel General en Badajoz, para ser interrogado, lugar donde nos encontramos concentrados en espera del inicio de la próxima ofensiva. No se fían de la Guardia Civil de la zona, ya que es un hombre querido en el lugar. Por eso iremos sin ningún apoyo y de la manera más discreta posible. Pero eso será mañana al amanecer. El resto del día libre. Libre para buscarla.  

Visito los sitios más habituales, sin olvidar el mercado y el cementerio, tan visitados en tiempos de guerra. Pero nada descubro de ella. Es cómo si hubiese vuelto al Elíseo, tras su tránsito por el mundo de los mortales. Se me acaba el tiempo y el último cartucho que me queda es la feria, a la que ya atardeciendo me dirijo, a lo largo del paseo de Alfonso XIII.

Entonces aparece sin venir a cuento. Está sola y evidentemente triste, justo a la entrada de los Jardines Reina Victoria. No se que decir ni que hacer, pero me dirijo hacia ella nervioso y con mi sonrisa como único regalo. Lo acepta. Me reconoce de inmediato y me mira sonriente. Si tienes sólo una sonrisa, regálasela a quien amas. Seguramente ésta es mi última oportunidad de acercarme a ella; soy consciente de lo que me juego y opto por quemar las naves. Siento que me falta el aire. Me parece que a ella también. Apenas hay palabras. Me pregunta por Coto y creo responderle con algo de coherencia. Cuando queremos darnos cuenta nuestros cuerpos están enfrentados, casi tocándose. Es algo magnético. Nos hemos cogido las manos y acaricio sensualmente sus muñecas con mis pulgares. No le desagrada, todo lo contrario. Hablamos de algo. Está receptiva, sus pupilas brillan dilatadas y puedo sentir entrecortadamente su aliento en mis labios; es una respiración cálida, salvaje, desde lo más profundo, como el de una loba. Todo pasa en silencio. Nuestros labios se rozan levemente, y con cierto rubor mantenemos nuestras miradas, mientras, perfilo la línea de su mejilla con el dorso de mis dedos, con una delicadeza que me sorprende a mí mismo, como si fuese un escultor que pasara la paleta de modelar, para terminar la obra maestra de toda su vida.

-Vivo aquí al lado- Me susurra al oído, casi imperceptiblemente.

Ya en la estancia,  sube las escaleras hacia su dormitorio, precediéndome. Observo desde mi plano inferior cómo menea las caderas de la manera mas rítmica y sensual que jamás haya visto. Su espalda se asoma verticalmente a través de la raja de su vestido azul de flamenca, tan entallado que adivino su desnudez hasta el punto de dolerme las entrañas. Todo pasa muy despacio. Necesito que sea mía más que cualquier otra cosa en el mundo, pero a la vez creo que me quedaría así, viéndola subir, por toda la eternidad. Su pelo azabache le acaricia la nuca, y en su cabeza flores de distintos colores le dan la apariencia de una joven sacerdotisa ascendiendo al templo de Venus. Ahora el lobo soy yo, que empapado y aterido en la bruma de la noche, aúlla a la luna arrebatado, olisqueando el aroma almizclado de esa hembra en celo. Cuerpos así son los que enloquecen a sabios, sonrisas así las que derrocan tiranos, mujeres así las que cambian civilizaciones. Subimos al cuarto sin tiempo para pensar, enlazándonos en un beso que acaba en explosión de caricias; primero con calma mantenida, experimentando textura, olores y sabores, luego con ansia desahogada.

Así es siempre el amor en tiempo de guerra; desesperado e intenso, sin pasado ni futuro...No cambiaría este momento por nada del mundo, cualquiera que fuese el precio; aunque me cueste mi alma y el mismísimo Belcebú venga a por mi, para arrastrarme con él a los infiernos.

A la mañana siguiente, mientras ella duerme, no puedo evitar descubrir, sobre la cómoda de palo filipino y hueso de su dormitorio, la foto nupcial en la que esa mujer posa junto a alguien que me resulta más que familiar. Se trata del hombre a quien salvé de ser ejecutado en los corralones de don Félix, hace menos de un año, sin saber quién era y sólo por devoción a ella. Aún recuerdo su cara de terror y como tiritaba de miedo. Mientras mantengo el portarretrato en la mano, me descubro mirando su imagen de manera extraña …como si el marido ofendido fuera yo, y él quien me hubiese robado la vida. Todos somos mendigos de algo, reflexiono.

Horas después el camión conducido por Laguillo se dirige al pequeño cortijo donde se esconde el cabecilla al que tenemos que capturar.

Fantaseo en silencio mientras el vehículo traquetea por el camino de piedras, desencajándome todos los huesos. No se me quita de la cabeza la imagen de esa mujer, que recuerdo tumbada de lado junto a mi, desnuda, fumando uno de mis cigarrillos, alumbrada sólo por la tenue luz de las velas, sonriente, hablando de mil tonterías que me alejan de la guerra y vencen a la muerte; mientras una lenta y brillante gota de mí esencia recorre todo lo ancho de su muslo, hasta desaparecer en la arrugada sábana.

-Ya llegamos mi teniente- Mi conductor me devuelve a la sucia realidad.

Según nuestros espías, nuestro hombre está sólo, con lo que será fácil capturarlo , y es pacífico, así que no dará problemas. Está saliendo el sol cuando vemos el cortijo en ruinas, en un páramo en medio de ninguna parte. Paramos en desenfilada tras unos olivos y avanzamos a pie, para evitar que el ruido del motor delate nuestra presencia antes de la cuenta.  Entramos por un portalón que da al patio, sin hacer ruido. Justo cuando monto mi pistola se escucha una detonación y Laguillo cae fulminado con un brote de rosas rojas en el pecho. Cuando llego a él evitando los disparos, mi conductor está muerto. Sólo puedo cerrar con una breve plegaria los ojos azules de alguien que siempre antepuso mis necesidades a las suyas. Descansa buen amigo. Al menos son dos tiradores parapetados en las ventanas del primer piso. La pena entonces se torna en furia, y  subo las escaleras abriendo fuego y sin cubrirme, como si nada tuviese que perder. A veces la única manera de ganar es pelear como si ya estuvieses muerto. Antes de cambiar de cargador ya ha caído uno de los tiradores con un par de disparos en el costado. Son milicianos con poca experiencia y sus movimientos son previsibles. El otro intenta darse a la fuga disparando a ciegas sobre mí. Le alcanza mi fuego por la espalda y cae de bruces encima de una mesa que se hunde bajo su peso. Aún respira entrecortadamente y le remato de un tiro en la cabeza. Estoy furioso por Laguillo. Por la ventana veo a un hombre que vestido de civil sale por el  portalón. Disparo al aire y enseguida cae de rodillas levantando las manos. Al levantarle la barbilla con el cañón de mi 9 Largo, reconozco el mismo rostro del retrato de boda. Durante unos segundos empiezo a apretar el gatillo mientras él solloza.  Luego pienso en la misión, y en la obligación que tengo de llevarlo con vida a mis superiores. Dudo. Dejo de apretar el gatillo justo antes de que salga el disparo. Me tranquilizo e intento reflexionar. Respiro hondo. Me doy la vuelta mientras meto la pistola en su funda, dándole la espalda con desprecio y enfado.

-Me debes la vida de nuevo- Le grito.

-Cuida bien de ella- Le pido.


Brezo

 

 

 

 

 

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